PAISAJES
DE LA TIERRA LLANA
DE MANUEL SIERRA
María Antonia Salvador
Concibo este texto situada en el ojo
del huracán, en el vórtice, inmóvil, en
el centro ordenado y silencioso en el que el artista, en absoluta soledad, construye su obra y la habita. Hace poco le he visitado por primera vez, tras esa
larga amistad tanto tiempo construida, porque yo conozco a Manuel Sierra de aquellas
lejanas experiencias en las que compartimos esperanzas, el miedo, la mirada distante,
el debate, la proximidad de la amistad
imperecedera labrada en una época de combate, cuando éramos jóvenes, alegres,
temerarios y felices: mil anécdotas que nos llevarían a un tiempo infinito en
la distancia. Pero de aquellos tiempos pasados conservo, sobre todo, una imagen
de joven abierto siempre alegre, fuerte, poderoso, con pelo negro, negro
negrísimo, envuelto y comprometido en mil batallas. La amistad es intensa y
misteriosa, puedes hablar durante horas sin haberte visto durante años, siempre
es objeto de vivencias cálidas y estimulantes que nos alejan del sufrimiento y
nos devuelven la alegría.
En su casa, en esa casa habitada, laberíntica,
irregular, la casa de los mil recuerdos, libros, carteles, cerámicas, platos,
corales, cestas y cestillos, telas, cuero, madera, piedras, hierro, cobre,
bronces y cuadros, carpetas, libretas, pinturas y pinceles. La casa de los mil
viajes, de los miles de amigos. Una casa llena de vida, la de él y la de los
otros.
En la ventana, en torno a una infusión
roja de hibisco, la tarde se nos fue en el horizonte. Manuel habla, mientras
contemplas su obra y apenas tienes tiempo de observar y escuchar tantas cosas a
la vez. La pintura, me dijo, es un oficio silencioso y solitario, pero yo desde
esta ventana recorro el horizonte, distinto en cada estación, puedo oler la
tempestad que se cierne sobre Babia, huelo y veo Babia, puedo ver el lobo que
la recorre silencioso. Desde aquí observo el mundo, veo esa tierra en la distancia,
las tierras remotas, las que conocemos de oídas. Libertad y aislamiento serán
las recompensas del creador. Intuitivo y creador de un estilo propio único e
inconfundible, nos rememora el paisaje que hemos habitado, nuestros paisajes cotidianos,
de ese pasado nuestro, de tantas
incertidumbres frente a la incertidumbre
del destino. Esos en los que nos encontramos en el humano laberinto de uno
mismo, en la realidad visible de lo que hemos sido.
Cuando sales de Cabrillanes a los ocho
años y solo vuelves en los veranos, añoras su olor, recuerdas a D. Fidel, mi
primer maestro en Cabrillanes, me dice. Más tarde la llegada a Valladolid no fue
fácil, la dureza de la ciudad hacía que a veces la añoranza del paisaje fuera
dolorosa. Una vez, hace tiempo, me contó que cuando llegaba en tren a Babia, él
salía corriendo y se rebozaba entre la hierba, la masticaba, saboreaba su olor
y su sabor hasta muy dentro para no
perderlos. En Valladolid tiene un recuerdo casi amoroso hacia su profesor de
dibujo del Instituto Zorrilla, Adrados, que le contaba lo difícil que resultaba su calificación entre la belleza
y el trazo firme de sus dibujos artísticos
y lo incompleto de los dibujos lineales. La otra forma, me señaló, de
construir el espacio.
Su obra es el reflejo de su
carácter: culto, afable, divertido y fiel a la amistad. Frente a las ilusiones
ya perdidas de un mundo nuevo, se
entregó al arte con disciplina, tenacidad
y constancia, poco a poco su obra entró en nuestras vidas y nos condujo a la realidad de nuestro paisaje y de nuestras vivencias infantiles, a nuestros recuerdos más queridos, a las sucesivas estaciones y
sus frutos y ocupaciones a esos cuartos con lo imprescindible, la ventana la
luz que penetra, si el pintor es diestro, la luz siempre desde la izquierda, o
el viento que lleva las hojas de los arbustos flotando al interior del mirador,
el libro, la camilla, la hoja en blanco, el cobertor, el chocolate, en fin
pasamos así de lo débil y pasajero de
nuestra memoria a la imagen final de la obra de arte, en donde se mezcla la
intuición y la visión clara de nuestra
mirada. Su obra nos familiariza con esa geografía emocional, descrita por Ilse
Logie y Eduardo Martínez de Pisón. Es la memoria que condiciona el presente y activa nuestros sueños infantiles,
los ritos y los juegos de entonces, se aprecia el detalle, se disfruta y se comparte.
En La Meditación y el arte de dibujar nos dice Wendy An Greenhalg: “cuando dibujamos y miramos con
atención plena nos estamos encontrando
con el mundo de una forma íntima que tal vez
no experimentamos en ningún otro
sitio. La conexión que formamos con lo
que estamos dibujando va más allá de las palabras y la mente pensante. Es la
rotación de los cuerpos en el espacio,
una relación intuitiva del espíritu en la que empezamos a percibir la naturaleza misma de las cosas y cuando esto ocurre podemos ser ellas.
Estar absorto en una actividad es ser
uno con el espacio con el que calmar y
acallar la mente”. Este texto me pareció el reflejo de Manuel Sierra en su
taller: uno mismo con el paisaje. Y es que el artista tiene un mundo en su
cabeza pues, como dice Adam Zagajewski, “solo en la belleza creada por otros
hay consuelo”.
Tengo en mi casa un cuadro de un metro cuadrado de Manuel Sierra,
de esos paisajes acuáticos y verdes de la Babia. Y este año, con la pertinaz
sequía que hemos sufrido y que
personalmente tanto me afectaba, cada mañana, cuando contemplaba desde mi
ventana la sequedad del aire, mis ojos se detenían en ese mundo acuático como
único consuelo
Con el tiempo poco a poco y desde su
ventana decía Manolo: “la belleza de todo paisaje acaba por seducirte y
conmoverte”. Esta frase me recordó dos lecturas. Una, la de La sombra del ciprés es alargada, en la
que Miguel Delibes nos describe la llegada de su protagonista a la ciudad de Ávila,
con la expresiva imagen: “me quedé perplejo, miraba cómo caía la nieve y la
belleza excepcional de la ciudad muerta”. Y, otra, la de El jardín de los frailes, de Manuel Azaña, cuando se sincera al
afirmar: “en la edad de las emociones bellas, me sobrecogió el paisaje“. Manolo
alude a esa Castilla y su pan candeal, ya encetado, esa Castilla
seca y árida es ahora para mí colosal: Soria, Valladolid, Zamora todo el
paisaje, abandonado casi vacío que conserva aún las construcciones primigenias.
Y, así, frente a los verdes,
acuáticos y nevados paisajes de la Babia, comenzó Manuel a abrir esta carpeta que estaba dormida, dormida, me dijo,
a ras de suelo. Yo iba como quien mira sin ver hasta llegar al tesoro
porque mientras mis ojos estaban acostumbrados a los verdes de sus montañas, a
los tonos plateados de sus cielos fríos y acuosos, todo brillaba como el oro y
mis ojos viajaban ya cerrados al pasado
de este paisaje seco, árido que tanto tiempo he habitado. Fue entonces
cuando me invitó a presentaros hoy aquí esta obra nueva y dormida. Confieso que
me estremecí. Recordé entonces las palabras de Tomás Salvador, poeta que
también frecuenta esta casa, cuando escribió aquello de que “dormida, la pasión
aguarda. La pasión es un don, el viento deshace las ramas, cultiva la pasión
hasta que le salgan raíces poderosas al árbol de la vida”.
Una pasión que transmiten los Paisajes de la Tierra Llana, formando
tres paisajes sin figuras, en silencio, un silencio que es patrimonio de su
obra. Y aquí estoy, incrédula, a este lado de la mesa, aunque mi sitio siempre
estuvo al otro lado. Hoy éste es un riesgo hoy deliberadamente asumido. Gracias, Manuel, por invitarme a
presentar esta obra dormida; gracias, María, por acogernos en esta sala, blanca, diáfana en la que siempre recuerdo la mirada
trasparente de Katy Montes – siete años ya de su partida - y gracias a todos por venir, porque todos
sabéis que en esta sala clara y limpia siempre se disfruta de la sensibilidad y
la belleza. Decía Luis Borges que los objetos cotidianos duran más que nuestro
olvido. Hoy la fascinación del dibujo ha derrotado al tiempo, porque el
naufragio de nuestro mundo solo queda en nuestra mirada remota. El mundo cambia y cuando nos queremos
dar cuenta es otro y ese pasado solo se asienta en lo que ha sobrevivido.
Tres paisajes sin figuras, pensé, los paisajes de Manuel Sierra, pero
en los que podemos ver, si nos fijamos
bien, la mano del hombre: el adobe, la
tierra trabajada, el cereal y la paja con la que construye sus casas y tejados,
los surcos que se hunden en la tierra,
esa tierra oscura, casi negra, que es verde en primavera, que amarillea con el trigo en sazón y se hace
blanca con la helada, los pájaros que la sobrevuelan y esos pueblos de casas
apiñadas. Son como el caparazón de un animal telúrico, esos pueblos de casas agrupadas que no
puedes distinguir si salen de la tierra o penetran en ella hasta confundirse
con ella y desaparecer. Paisajes silenciosos y silenciados, solo presentes en nosotros, constituyen la
esfera temporal de nuestros recuerdos.
Dormidas a ras de suelo, Paisajes de la Tierra Llana sostienen el
paisaje en el aire, un viaje en el tiempo, un recorrido hacia nuestro pasado. Los
espacios se hicieron planos, aunque matizados por las leves formas del paisaje,
que le aportan su fisonomía inconfundible: páramos, cerros testigo, alcores,
colinas, tesos, motas, ataquines se
cruzan con mis recuerdos. Unas líneas sencillas, pero pensadas, discurridas sobre el plano, creando un horizonte infinito
que habíamos perdido, por más que pervivan como la naturaleza de otros tiempos,
sin rastrojos secos. Es ese paisaje nuestro sin valor, de la belleza añorada, del verde a la belleza vivida, la belleza
del surco enraizado en la tierra que doblega el desierto seco. Ese paisaje
dibujado en el que vivimos tiempos difíciles, que nunca desaparecerán de
nuestra memoria. Los contemplamos como una mirada silenciosa, que es en
realidad un intento fallido para
volver en el tiempo a nuestro mundo
perdido para siempre y nunca olvidado.
Esa luz cenital que cae pesada sobre
el pueblo diminuto, como a vista de
pájaro, o el orgulloso y solitario palomar que ese sí, ese que emerge altivo entre
los surcos. Esa luz de la siesta que dora el cielo, ese cielo dorado nos trasmite su calor, su peso pesado sobre
el paisaje solitario de la siesta. Pero, cuidado, mira bien atento: es en esta hora de la siesta cuando sale el topo, escondido en la
oscuridad, el topo no sale al fresco de la noche. La noche en ese pueblo que se
hunde en la tierra es fresca y ruidosa, en la oscuridad de la noche pueden verte, pero en el calor dorado de la
siesta, cuando el sol cae a plomo, nadie te verá. Es así como puedes comprobar
que el paisaje esta habitado de
figuras que esperan, que escuchan,
salen y entran. Tú puedes verlo.
En estos pueblos, redondos, sin sombra,
escondidos entre los surcos sembrados y palomares, todo puede ocurrir,
encuentros y despedidas, pueden merodear el lobo o la víbora La figura nos mira, desde dentro del cuadro,
escondida, invisible, pero está. La relación entre el interior y el exterior es
difusa, pues el que ve, el que mira, también es visto. Los ojos también tienen
tacto. Retornamos así a la materia de las cosas en busca de sentido. Ese
paisaje, en fin, es la abstracción de lo visto, lo vivido, lo soñado lo
recordado, lo recorrido y lo perdido. En ese paisaje en el que aún esperan
agazapados y perdidos nuestros sueños.
En el paisaje alguien se va quizás
para siempre. O alguien está a punto de llegar y mirar frente al cielo, a este
cielo de oro, pesado, caluroso y seco. y frente al frío cielo plateado del
color del acero que recorre los cielos de las sierras y montañas verdes y
húmedas. Los cielos cálidos, los bosques secos, los páramos sedientos, frente a
la hierba y el frescor de los árboles,
los olores de la jara y el romero, del tomillo, de la lavanda y la silueta de la encina seca.
Limitado a los bordes, el artista
nos muestra un paisaje infinito, tan infinito como nuestra mirada perdida en
nuestra memoria, en la memoria de aquel pasado nuestro remoto, que se convierte
en presente a cada instante. Son paisajes en soledad, durmientes, en suspensión,
abiertos y anchos, sin senderos ni veredas,
sin mapas en los que perdernos o
encontrarnos. Es la belleza de lo sencillo, el paisaje inmóvil, la mirada de lo
cotidiano. Concebido con talento, con sensibilidad, con sentido del tiempo y
del espacio, y captado y reproducido fielmente por la pericia de José Luis
Murcia y de Yolanda, cuya sintonía con el artista se muestra perfecta.
Somos la última generación con
recuerdos de una tierra abandonada, tenemos en nuestros recuerdos la eterna
belleza del origen de esta tierra simple. La contemplación de estos paisajes
nos lleva a la realidad de ese mundo vacío que se desvanece ante nosotros, de un
paisaje que se desliza en el tiempo, perdido de nuestra memoria. Paisaje
abandonado, solo, pero paisaje vivo en el recuerdo y en nuestra percepción del
mundo que nos rodea. Desertores como somos de una tierra baldía, somos dueños del silencio y el vacío
que nos envuelve, sin preguntas, mudos. Dejó escrito Leonardo da Vinci: “y los
ríos perderán sus aguas y la fructosa tierra no podrá impulsar ningún renuevo y
no crecerá sobre los campos la inclinada belleza de la espiga”.
Pero hoy, LO NUESTRO, LO DE HOY ES EL ORO. Aquí lo tenéis. Que os lo
explique el artista, porque, como dijo Alberto Ruy Sánchez, en su Noción del Arte, “creo fervientemente
que toda forma es contenido”
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